Para cuando volvamos al paisaje húmedo
que se esconde tras la neblina,
los rostros alejados hallarán
a quien descansa en las rocas resbaladizas del puerto
y no consigue liberarse de la familiaridad disonante
de las campanas de la muerte.
Las ilusiones son crucificadas con el plumaje
del cisne blanco y sus alas heridas
al tropezar con la duda
del destierro en espacios difuminados
por la ceguera de las luces de los faros
en la redondez de la vida.
Los copos de nieve no absorben
la indecisión del empeine.
Siempre quedará suspendido algún guiño
en las despedidas amortizadas
por los desvíos regionales.
A las miradas surcadas por el rencor
siempre les quedará ondear la culpabilidad.
A nuestro paso, los restos de las huellas
que se borraron sin incinerar.
El compás del cancionero de los pájaros
dejó de secundar el dictamen
del pensamiento intransigente.
En el atardecer se acuestan
los afluentes espumosos de los sueños.
El amanecer no encuentra sus propias manos
con las que acariciarle a la vida sin féretro,
acunar las miradas sin significado.
Nada más que cementerios ensanchados
a la medida de nuestro temperamento celestial.
*Del libro «Niebla fronteriza», reedición de Harpo Libros (mayo de 2018)